domingo, 22 de abril de 2012


28 de Abril

La pequeña Amanda escribía una carta para el cumpleaños de su padre. Le hacía mucha ilusión. Pensaba en todas las cosas que le gustaría decir, y cómo decirlas. Sonreía mientras lo hacía. La carta era muy alegre, la coloreaba con tizas rosadas moradas y azules. Al terminar, escribió su nombre y el de su hermana en marcador rojo, pues, aunque su hermana no la había ayudado, sabía que a su padre le gustaría que la carta tuviera el nombre de ambas.
Llegó el día del cumpleaños y la pequeña Amanda se levantó emocionada a felicitar a su padre y entregarle la carta. Su padre la leyó, abrazó a Amanda y soltó algunas lágrimas. –De felicidad- pensó la pequeña.
Nueve años pasaron y la pequeña Amanda, que ya no es pequeña, siguió escribiendo cartas, que ya no eran coloridas, para su padre, que ya no las recibía.
-Hoy es una fecha de celebración- se dijo a sí misma -¿Qué celebro?
Abril siempre fue un mes muy nostálgico para ella, pues recordaba las lágrimas de su padre y comprendía que quizá, no eran de felicidad como ella pensó.
Ha pasado mucho tiempo, y la pequeña Amanda miraba el cielo, que en esta fecha le parecía de color verde, y pensaba en su padre, que aunque no podía verlo, ni entregarle sus cartas, sentía que allí estaba, abrazándola, como esa mañana.

domingo, 1 de abril de 2012


Lucía ha crecido

Siempre pensé que ser joven sería diferente. Cuando era niña, fantaseaba con serlo.
-Lucía, no puedes salir con esos pantalones rotos.
-Lucía, no tienes edad para usar maquillaje.
-Lucía, si quieres ir a casa de ese muchacho, primero tengo que conocer a sus padres.
-Lucía, es tarde, quiero que te vengas a la casa ¡ya!
-Lucía, no tienes edad para tener novio.

Sí, cuando era niña mi madre me prohibía hacer muchas cosas, entonces, deseaba dejar de ser niña, y ser joven. Pensaba lo divertido que sería poder hacer lo que quisiera, sin tener que pedir permiso. –Qué divertido sería ser libre-. ¿Libre de qué? Lo cierto es que nunca seremos realmente libres.
Mientras crecía, me di cuenta de que siempre tendría que pedir permiso, bien sea a mi madre, a mis profesores, a mi novio, o a mí misma.
Años después dejé de maquillarme porque me di cuenta de que era una ofensa para mi rostro, tomé mis pantalones rotos y me reí a carcajadas por lo feos que son, iba a casa de mis amigos y me regresaba temprano porque al día siguiente tenía que trabajar, y tuve muchos novios que mi hicieron daño y yo a ellos también.
La verdad, es que ser joven, sí es divertido, pero de manera diferente a como yo lo imaginé. A pesar de entender que la libertad era compleja y depende de algo más que la edad, disfruté de ser joven, incluso de las responsabilidades que venían junto con la adolescencia, de los romances y aventuras inesperados. El único problema, fue seguir necesitando esa libertad.
Me decía a mí misma que estaba conforme. –Adáptate, Lucía, no puedes escapar de la sociedad y sus normas- pero inconscientemente seguía buscando una forma de lograrlo, así no fuese permanente, quería encontrar algún lugar o algo que me permitiera sentirme libre, aunque sólo se tratara de una ilusión.
Lo que no había notado, para mi sorpresa, es que siempre tuve esa libertad entre mis manos.
Me la brindó Shakespeare, cuando me permitió ser Ofelia. García Lorca, cuando fui Mariana Pineda. Cortázar, cuando caminé por las calles de París buscando a La Maga. Stephen King, quien me llevó a perder al amor de mi vida mientras fui Johnny Smith. Junto a García Márquez disfruté del maravilloso y fantástico pueblo de Macondo. Supe lo que es la vejez, me lo enseñó Adriano González León. Gracias a Roald Dahl, sentí el aroma del chocolate fresco de La Fábrica de Chocolates de Willy Wonka.
Viajé, fui feliz, reí, lloré, nací, morí y volví a nacer, fui niña y envejecí, me enamoré, muchas veces me enamoré. Fui libre. ¡Hasta en un bicho raro producto de Kafka me convertí!
Si esto no es libertad. ¿Qué podría serlo?
La mejor parte de mi adolescencia, fue encontrar ese algo en el que puedo ser y hacer lo que quiero sin pedir permiso, pero que también me conecta con la niña que fui y no puedo olvidar, el adulto que seré o espero ser, y la joven que soy y que en algún momento extrañaré ser.
Así, encontré los libros.


La Mujer del Vestido Amarillo

Así que allí estaba ella, descalza con unas finas sandalias blancas en su mano, su vestido amarillo jugaba con la brisa y en su largo cabello negro resplandecía el sol. Su rostro irradiaba seguridad y yo no podía entender por qué. Se veía tan hermosa y sutil, sus ojos hablaban por ella, observando el crepúsculo y el abismo.
Los carros pasaban desapercibidos, era como si sólo yo pudiera verla, a nadie le interesaba la situación… y a mí tampoco.
-Somos muchos los que andamos por este camino, pero somos pocos los que logramos cambiar el destino- me dije a mí mismo citando una vieja poesía, nada de lo que yo hiciera iba a alterar lo predestinado. Por eso decidí quedarme allí, inmóvil, observándola, tratando de entender por qué tanta confianza en su mirada y cuál era el siguiente paso.
-Hay gente loca en este país, cada vez somos menos los pensantes- me dijo un anciano señalando a la mujer de amarillo mientras se fumaba un cigarrillo, yo no respondí a su comentario, y sólo perdía de vista a la mujer en el momento de pestañear.
-¡Disculpe, señor!- me dijo una chica al tropezarme, únicamente en ese instante miré hacia abajo y noté que se le habían caído unas monedas a la chica, volteé para entregárselas y observé mi alrededor. Vi al anciano fumando y discutiendo con un joven sobre política; una pareja de novios besándose y hablando de romanticismos; dos chicos tomando jugo y riendo a carcajadas, y por último vi a un chico sentado en una banca con un libro en sus manos, sin ninguna expresión reflejada en su rostro. Entonces recordé a la mujer de amarillo. Miré rápidamente de vuelta al abismo, y ella ya no estaba.
Corrí con todas las fuerzas que tenía hasta llegar a la baranda del puente y vi como ella caía muy lentamente, era una caída desde muy alto, imposible que sobreviviera. Mi corazón latía muy rápido y mis pulmones aspiraban y exhalaban al ritmo del tic-tac de un reloj, incliné mi cuerpo apoyado en la baranda lo más que pude y estiré mis brazos como si pudiera alcanzarla, como si pudiera salvarla.
Cerré mis ojos, justo antes de que su cuerpo golpeara contra las rocas y cuando los abrí de nuevo, allí estaba ella, ya no era sutil y hermosa, sus ojos ya no transmitían nada, y su rostro ya no irradiaba seguridad.
Ahí yacía el cadáver ensangrentado de la mujer del vestido amarillo, y yo permanecí  inmóvil, con el cuerpo inclinado y apoyado en la baranda hasta que sentí unas gotas de agua fría cayendo sobre mi espalda, alcé la vista hacia el cielo y noté que estaba lloviendo. Era momento de regresar a casa. Nada de lo que yo hiciera iba a alterar lo predestinado. Al levantarme caminé hacia atrás desorientado y pisé algo que me hizo caer, me golpeé el codo con una roca pequeña, y cuando me levanté para seguir caminando noté que estaba sangrado, miré hacia abajo y vi una sandalia blanca, la tomé y volví mi mirada hacia el abismo. El cadáver de la mujer del vestido amarillo aún sujetaba una sandalia blanca en su mano derecha, y yo sujetaba la otra en las mías.