domingo, 1 de abril de 2012


La Mujer del Vestido Amarillo

Así que allí estaba ella, descalza con unas finas sandalias blancas en su mano, su vestido amarillo jugaba con la brisa y en su largo cabello negro resplandecía el sol. Su rostro irradiaba seguridad y yo no podía entender por qué. Se veía tan hermosa y sutil, sus ojos hablaban por ella, observando el crepúsculo y el abismo.
Los carros pasaban desapercibidos, era como si sólo yo pudiera verla, a nadie le interesaba la situación… y a mí tampoco.
-Somos muchos los que andamos por este camino, pero somos pocos los que logramos cambiar el destino- me dije a mí mismo citando una vieja poesía, nada de lo que yo hiciera iba a alterar lo predestinado. Por eso decidí quedarme allí, inmóvil, observándola, tratando de entender por qué tanta confianza en su mirada y cuál era el siguiente paso.
-Hay gente loca en este país, cada vez somos menos los pensantes- me dijo un anciano señalando a la mujer de amarillo mientras se fumaba un cigarrillo, yo no respondí a su comentario, y sólo perdía de vista a la mujer en el momento de pestañear.
-¡Disculpe, señor!- me dijo una chica al tropezarme, únicamente en ese instante miré hacia abajo y noté que se le habían caído unas monedas a la chica, volteé para entregárselas y observé mi alrededor. Vi al anciano fumando y discutiendo con un joven sobre política; una pareja de novios besándose y hablando de romanticismos; dos chicos tomando jugo y riendo a carcajadas, y por último vi a un chico sentado en una banca con un libro en sus manos, sin ninguna expresión reflejada en su rostro. Entonces recordé a la mujer de amarillo. Miré rápidamente de vuelta al abismo, y ella ya no estaba.
Corrí con todas las fuerzas que tenía hasta llegar a la baranda del puente y vi como ella caía muy lentamente, era una caída desde muy alto, imposible que sobreviviera. Mi corazón latía muy rápido y mis pulmones aspiraban y exhalaban al ritmo del tic-tac de un reloj, incliné mi cuerpo apoyado en la baranda lo más que pude y estiré mis brazos como si pudiera alcanzarla, como si pudiera salvarla.
Cerré mis ojos, justo antes de que su cuerpo golpeara contra las rocas y cuando los abrí de nuevo, allí estaba ella, ya no era sutil y hermosa, sus ojos ya no transmitían nada, y su rostro ya no irradiaba seguridad.
Ahí yacía el cadáver ensangrentado de la mujer del vestido amarillo, y yo permanecí  inmóvil, con el cuerpo inclinado y apoyado en la baranda hasta que sentí unas gotas de agua fría cayendo sobre mi espalda, alcé la vista hacia el cielo y noté que estaba lloviendo. Era momento de regresar a casa. Nada de lo que yo hiciera iba a alterar lo predestinado. Al levantarme caminé hacia atrás desorientado y pisé algo que me hizo caer, me golpeé el codo con una roca pequeña, y cuando me levanté para seguir caminando noté que estaba sangrado, miré hacia abajo y vi una sandalia blanca, la tomé y volví mi mirada hacia el abismo. El cadáver de la mujer del vestido amarillo aún sujetaba una sandalia blanca en su mano derecha, y yo sujetaba la otra en las mías.

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