Tremor
-No, no, no. Te dije que no.
-¿Por qué no?
-Porque no.
-¿Me vas a dejar así?
-Sí.
Terca me llamaste mientras
pasabas tus manos por mi rostro. ¡Ah! las manos más suaves que jamás me habían
acariciado. Caricias blancas e inocentes. ¡Ja! inocentes, en eso sí estoy
equivocada. ¿Qué inocentes podían ser tus manos? Si las pasabas por mi cabello
mientras tratabas de quitarme la blusa.
¿Qué inocente podías ser tú
al besarme de esa manera? Como si estuvieras apurado. Quizá lo estabas,
apurado, sí, por soltar mi correa y meter tu mano en mi pantalón.
¡Ay, Osvaldo! El único terco
en esa habitación eras tú. Estabas loquito por llevarme a la cama. Sabías que
yo también lo quería, aunque dijera que no.
No, no, no. Te dije que no
cuando trataste de besar mis pezones. Estabas desesperado por besarlos.
Sentirlos. Lamerlos. Dijiste que sólo los probarías, pero ambos sabíamos en qué
terminaría aquella propuesta. Puedo imaginarme dos horas después. Despeinada y
con más ganas de ti. Quizá estaría tan apresurada que me iría dejando mis
pantaletas rosas en tu habitación, como un regalo y un recuerdo accidentado.
¿Recuerdo de qué? No pasó nada. ¡Oh! Pero tú habías pasado todo el día
imaginándome desnuda mientras yo hablaba mariconadas, y yo… Pues yo no imaginé
que termináramos en eso… Aunque lo deseaba, desde el primer momento en que te
vi.
Tus ojos celestes me dejaron
sin aliento, eso sumado a tu mirada de señor intelectual. “Señor”, me causa
gracia llamarte así, pero eso es lo que eres. Yo soy una niña y tú eres un
señor. ¿Qué comentaría la gente cuando nos vio besarnos? Seguro te dieron por
ridículo. Un cuarentón ridículo con una niña que se la tira de madura. Bueno,
debo decirte que fue tu culpa. Tú imprudente que decidiste besarme frente a
todos. No es que me importe, sino que lo hubiera disfrutado más con un poco de
privacidad.
¿Por qué no me besaste
cuando estábamos en tu habitación? Mientras yo leía, tú dormías. Seré honesta
contigo y te contaré de cómo fingía leer para verte dormir. Leía algo sobre un
viejo…o una joven…o una mujer… ¡Ay! Quién sabe, ya te dije que no estaba
realmente leyendo. Tu cabello caía sobre tu rostro, tan brillante, tan
excitante. Tu respiración era fuerte, parecía que te encontrabas en un sueño
profundo. ¿Soñarías conmigo?, ¿Soñarías con tu espectadora escondida detrás de
un libro que trataba sobre una mujer/un viejo/una joven? Me gustaría saberlo.
Me gustaría saber qué pensabas cuando te invité a tomar un café y te trataba de
“usted”. ¿Me desearía desde entonces, señor Osvaldo? Porque yo sí, detrás de mi
inocente aspecto, estaba una chica que sonreía sonrojada y lo deseaba cuando
volteaba. Tratando de disimularlo. No quería que lo notaras. Quizá sí quería
que lo notaras. Pero no era correcto.
Te juro Osvaldo que pensé en
decírtelo, pues tu boca me provocaba con tanta intensidad que por un momento
creí no soportarlo. Pero, ¿Con qué sentido? Te diría que te deseaba y ¿Qué? Me
llevarías a la cama. Justo lo que quería. Pero no era correcto. Así que me
esforcé para aguantarme un par de horas. Y me engañaba a mí misma pensando en
que tú no me mirabas con deseo, tus temblorosas manos suaves y blancas estaban
lejos de las mías, sin ninguna intención de que se juntaran. Me engañé. Tus
ojos celestes y tu mirada de intelectual me deseaban. Tus manos temblaban por
mi presencia.
Sin importar cuánto
temblaban tus manos, acomodaste mi cabello, acariciaste mi rostro, con ternura,
para luego sorprenderme con un beso desesperado, un beso salvaje y apresurado.
Todos miraban. Te besé de vuelta sin caer en cuenta de que lo estaba haciendo.
Entonces nuestros labios se separaron para que nuestras miradas se
familiarizaran; miradas que ya no
ocultaban nada, que estaban ahora totalmente expuestas. No era correcto, pero
en ese momento se sintió como si lo fuera. Una vez más pensé –Coño, ¿Por qué no
estamos en su habitación?- no sé si quería que hiciéramos el amor o simplemente
quería verte dormir. Ver tu liso cabello uniéndose con tus pestañas, mientras
tu rostro se escondía en la almohada.
Y ahí estábamos, cuando
pensé que todo terminaría allí. Regresamos a tu habitación. De nuevo tratabas
de soltar mi correa pero cuando lo hacías yo la cerraba. Y te decía que no.
Porque no. Terca me llamaste. Y lo era, pues sabías que te deseaba, pero me
negaba porque me sentía obligada a hacerlo. Y tú con tu labia de poeta,
hablando de epifanías y de aventuras fugaces. No entendías que no era lo
correcto. Pero, ¿Qué sería lo correcto? Sólo sé que acomodé mi blusa y salí
despeinada de tu habitación. Aún deseándote. A ti completo. Y allí quedaste.
Esa noche imaginé que
hacíamos el amor, desesperados y apresurados, como animales salvajes, así como
fue nuestro primer beso. Yo desabotoné
tu camisa, poco a poco, y tu pecho se asomaba, blanco y suave, un poco
envejecido, como si llevaras en él los años. Entonces era yo la que estaba
apurada por soltar tu correa y meter mi mano en tu pantalón, para luego
quitártelo y dejarte vulnerable, ante mí, desnudo, mostrando tus años, tus
experiencias marcadas en tu cuerpo, como cicatrices. Imborrables.
¡Ay cuarentón! Sensual,
aventurero y salvaje cuarentón. Besaste mi cuerpo desnudo y lo recorrías con
temblorosas caricias, ya se te hacía imposible disimular los temblores, lo cual
me gustaba, lo encontraba tierno. Nos unimos sólo en cuerpo, nos llenamos de un
deseo insoportable pero nada más. ¡Oh! Y tú entusiasmado, me miraste con tus
ojos celestes para luego cerrarlos mientras lamías mis pechos y lentamente tus
dedos bajaban como asustados y… Quizá no era lo correcto. ¡Ah! ya ni sé lo que
digo, sólo sé que aún te deseo. Quisiera poder recordar lo que imagino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario