jueves, 8 de marzo de 2012


Tremor


-No, no, no. Te dije que no.
-¿Por qué no?
-Porque no.
-¿Me vas a dejar así?
-Sí.

Terca me llamaste mientras pasabas tus manos por mi rostro. ¡Ah! las manos más suaves que jamás me habían acariciado. Caricias blancas e inocentes. ¡Ja! inocentes, en eso sí estoy equivocada. ¿Qué inocentes podían ser tus manos? Si las pasabas por mi cabello mientras tratabas de quitarme la blusa.

¿Qué inocente podías ser tú al besarme de esa manera? Como si estuvieras apurado. Quizá lo estabas, apurado, sí, por soltar mi correa y meter tu mano en mi pantalón.
¡Ay, Osvaldo! El único terco en esa habitación eras tú. Estabas loquito por llevarme a la cama. Sabías que yo también lo quería, aunque dijera que no.

No, no, no. Te dije que no cuando trataste de besar mis pezones. Estabas desesperado por besarlos. Sentirlos. Lamerlos. Dijiste que sólo los probarías, pero ambos sabíamos en qué terminaría aquella propuesta. Puedo imaginarme dos horas después. Despeinada y con más ganas de ti. Quizá estaría tan apresurada que me iría dejando mis pantaletas rosas en tu habitación, como un regalo y un recuerdo accidentado. ¿Recuerdo de qué? No pasó nada. ¡Oh! Pero tú habías pasado todo el día imaginándome desnuda mientras yo hablaba mariconadas, y yo… Pues yo no imaginé que termináramos en eso… Aunque lo deseaba, desde el primer momento en que te vi.

Tus ojos celestes me dejaron sin aliento, eso sumado a tu mirada de señor intelectual. “Señor”, me causa gracia llamarte así, pero eso es lo que eres. Yo soy una niña y tú eres un señor. ¿Qué comentaría la gente cuando nos vio besarnos? Seguro te dieron por ridículo. Un cuarentón ridículo con una niña que se la tira de madura. Bueno, debo decirte que fue tu culpa. Tú imprudente que decidiste besarme frente a todos. No es que me importe, sino que lo hubiera disfrutado más con un poco de privacidad.

¿Por qué no me besaste cuando estábamos en tu habitación? Mientras yo leía, tú dormías. Seré honesta contigo y te contaré de cómo fingía leer para verte dormir. Leía algo sobre un viejo…o una joven…o una mujer… ¡Ay! Quién sabe, ya te dije que no estaba realmente leyendo. Tu cabello caía sobre tu rostro, tan brillante, tan excitante. Tu respiración era fuerte, parecía que te encontrabas en un sueño profundo. ¿Soñarías conmigo?, ¿Soñarías con tu espectadora escondida detrás de un libro que trataba sobre una mujer/un viejo/una joven? Me gustaría saberlo. Me gustaría saber qué pensabas cuando te invité a tomar un café y te trataba de “usted”. ¿Me desearía desde entonces, señor Osvaldo? Porque yo sí, detrás de mi inocente aspecto, estaba una chica que sonreía sonrojada y lo deseaba cuando volteaba. Tratando de disimularlo. No quería que lo notaras. Quizá sí quería que lo notaras. Pero no era correcto.

Te juro Osvaldo que pensé en decírtelo, pues tu boca me provocaba con tanta intensidad que por un momento creí no soportarlo. Pero, ¿Con qué sentido? Te diría que te deseaba y ¿Qué? Me llevarías a la cama. Justo lo que quería. Pero no era correcto. Así que me esforcé para aguantarme un par de horas. Y me engañaba a mí misma pensando en que tú no me mirabas con deseo, tus temblorosas manos suaves y blancas estaban lejos de las mías, sin ninguna intención de que se juntaran. Me engañé. Tus ojos celestes y tu mirada de intelectual me deseaban. Tus manos temblaban por mi presencia.

Sin importar cuánto temblaban tus manos, acomodaste mi cabello, acariciaste mi rostro, con ternura, para luego sorprenderme con un beso desesperado, un beso salvaje y apresurado. Todos miraban. Te besé de vuelta sin caer en cuenta de que lo estaba haciendo. Entonces nuestros labios se separaron para que nuestras miradas se familiarizaran;  miradas que ya no ocultaban nada, que estaban ahora totalmente expuestas. No era correcto, pero en ese momento se sintió como si lo fuera. Una vez más pensé –Coño, ¿Por qué no estamos en su habitación?- no sé si quería que hiciéramos el amor o simplemente quería verte dormir. Ver tu liso cabello uniéndose con tus pestañas, mientras tu rostro se escondía en la almohada.
Y ahí estábamos, cuando pensé que todo terminaría allí. Regresamos a tu habitación. De nuevo tratabas de soltar mi correa pero cuando lo hacías yo la cerraba. Y te decía que no. Porque no. Terca me llamaste. Y lo era, pues sabías que te deseaba, pero me negaba porque me sentía obligada a hacerlo. Y tú con tu labia de poeta, hablando de epifanías y de aventuras fugaces. No entendías que no era lo correcto. Pero, ¿Qué sería lo correcto? Sólo sé que acomodé mi blusa y salí despeinada de tu habitación. Aún deseándote. A ti completo. Y allí quedaste.

Esa noche imaginé que hacíamos el amor, desesperados y apresurados, como animales salvajes, así como fue nuestro primer beso. Yo desabotoné  tu camisa, poco a poco, y tu pecho se asomaba, blanco y suave, un poco envejecido, como si llevaras en él los años. Entonces era yo la que estaba apurada por soltar tu correa y meter mi mano en tu pantalón, para luego quitártelo y dejarte vulnerable, ante mí, desnudo, mostrando tus años, tus experiencias marcadas en tu cuerpo, como cicatrices. Imborrables.

¡Ay cuarentón! Sensual, aventurero y salvaje cuarentón. Besaste mi cuerpo desnudo y lo recorrías con temblorosas caricias, ya se te hacía imposible disimular los temblores, lo cual me gustaba, lo encontraba tierno. Nos unimos sólo en cuerpo, nos llenamos de un deseo insoportable pero nada más. ¡Oh! Y tú entusiasmado, me miraste con tus ojos celestes para luego cerrarlos mientras lamías mis pechos y lentamente tus dedos bajaban como asustados y… Quizá no era lo correcto. ¡Ah! ya ni sé lo que digo, sólo sé que aún te deseo. Quisiera poder recordar lo que imagino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario